“No me gusta que la gente borre sus imágenes tan fácilmente. Buenas o malas, ya se han tomado y deben significar algo para nosotros” Nobuyoshi Araki
No suelen ser demasiadas las noches que salgo cámara en mano.
Después de caminar falto de rumbo varias horas, sin avisar, aparece una escena ante mi que despierta mi curiosidad: bajo una luz amarilla que permite percibir la humedad y el frio de la madrugada a partes iguales, encuentro una mujer de unos treinta años, quizás algunos menos, de rasgos duros aunque increíblemente bella, sujetando lo que parece ser un cigarrillo de liar con los labios, caminando lentamente hacia mi, acompañada por un intimidante pastor belga como si de su fiel escudero se tratara y dejando atrás el humo, que parece tener más prisa de lo esperado en la quietud de mi recuerdo.
Sin pensarlo ni un segundo aunque algo paralizado: enfoco, dejo entrar la luz necesaria y disparo.
Inmóvil y casi sin reaccionar noto como su olor ha pasado de largo y la oscuridad de la noche ha engullido ya su sombra.
Creyendo haber satisfecho la necesidad de fotografiar que durante unas semanas hacía mis días más largos, vuelvo a casa con mi mente todavía en aquel lugar. Pongo un LP de ritmo lento lo suficientemente alto como para saber que la música esta sonando y me dejo caer en la cama, allí dónde paso la mayor parte del tiempo, para contemplar la fotografía que acababa de realizar y así perderme mi propio recuerdo.
Esa foto no era lo que mi mente recordaba.
Y aunque sabía que me castigaría por hacerlo, borré, en un arrebato de irá, esa fotografía.













