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Reflexiones de un pasajero común

  • Monti y Riuda
  • 8 jul 2016
  • 3 Min. de lectura

Lo peor de padecer insomnio es el momento en que vas a la cama, porqué es hora de ir, sabiendo que no vas a poder dormir. Ese es el momento en el que te das cuenta de toda la verdad: nos hemos convertido en esclavos de nuestro propio éxito.


Como cada mañana, despierto entre alarmas y sin demasiado sobresalto empieza mi día. Después de una breve ducha es momento del desayuno y casi sin darme cuenta espero en la estación el tren con impaciencia. Una capa de nubes impide al sol alumbrar todo lo que debería mientras que a mi alrededor, esperando el tren, me acompañan los mismos rostros de siempre tan desvanecidos cómo la luz del día que, difuminándose entre si, terminan por crear una masa demasiado uniforme y demasiado gris.


Con la llegada del tren (con su retraso de cinco minutos de cortesia) ocupo mi lugar. Aprovecho que el vagón está medio vacío para sentarme al lado de la ventana; me gusta poder alzar la mirada y ver que el mar me acompaña a lo largo de todo el trayecto.



Poco a poco el tren se va llenando, y de forma inevitable los decibelios suben. De entre el murmullo, hay una conversación que destaca, una mujer, de unos cincuenta años de edad, de clase media alta y facciones declicadas habla de política con una soberbia que acapara mi atención; su interlocutora se limita a asentir con la cabeza. Con excesivo descaro ha hecho una radiografía de la sociedad y sus problemas, ha condenado a todos los políticos utilizando como únicos argumentos los titulares de los principales diarios. En menos de tres paradas parece haber solucionado todos los problemas existentes y por existir sin prestar atención al mínimo detalle. Su soberbia me quema por dentro y rapidamente me invade una extraña sensación, no dejo de pensar que nuestra consciencia se ha vuelto estéril, tan estéril que ni siquiera nuestro estomago se remueve al contemplar las miserias creadas por el hombre.


Decido levantar mi cabeza y trato de convertir los murmuros de la muchedumbre en mi silencio para que nada me distraiga de contemplar las olas que rompen suavemente en la orilla. ¡Qué triste realidad esta que vivimos! La sociedad actual se ha instalado en un narcisimo extremo que no solo nos anula como personas, sino que nos sumerge en una burbuja que nos hace perder la consciencia de todo aquello que nos rodea.


El anuncio de mi parada me devuelve a la realidad: debo bajar. De forma tosca me abro paso entre el resto de pasajeros para llegar a la puerta y entre empujones consigo ubicarme en el andén. Un gran número de transeúntes circulan de aquí para allá, y en poco segundos quedan dispersados. Corren en dirección a sus oficinas para no llegar tarde. Hemos convertido la vida en una gran rutina, donde todo lo que ocurre pasa cuando debe pasar, donde todo se reproduce exactamente de la misma forma, donde se ha perdido la originalidad y donde no hay nada que logre sorprendernos. La rutina nos condena a seguir viviendo sin preguntarnos el porqué. Aún en el anden, observando el gran espectáculo des de una posición demasiado cercana (al fin y al cabo soy partícipe, una pieza más de este enorme rompecabezas) no me invade nada más que la necesidad de perder la noción del tiempo, dejar de sentirme perseguido, acechado por un constante tic tac en mi cabeza que amenaza mi consciencia. Esta vez siento la necesidad de guiarme por mis emociones, deambular y dejar que mi cuerpo me lleve allí donde le plazca, que mi cabeza pueda imaginar y crear.


Algunos llaman a esto locura y si así resulta ser, entonces quiero enloquecer.


Un destello de una luz distrae mis pensamientos: es el faro del siguiente tren. Es en ese preciso momento cuando me doy cuenta de que no estoy sólo y al igual que yo otro hombre permanece inmóvil en el andén. Un hombre blanco, de unos cuarenta años, de clase media, vestido con traje y corbata, sujeta un maletín de cuero. Entre sus dedos diviso lo que parece ser una alianza, es la viva imagen del sujeto moderno. Al fondo la luz del tren, cada vez mas cerca, dibuja un profundo nerviosismo en el rostro de ese hombre mientras que, lentamente y con suma delicadeza, se seca las gotas de sudor frío con la ayuda de un pañuelo de seda. Es entonces cuando agotado, sin ningún esfuerzo aparente el hombre se deja caer a las vías al compás que llega el tren. Su rostro se serena, ya no esta desesperado. Y en un instante deja de ser, deja de padecer.






 
 
 

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