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Palabra, discurso y poder (I)

  • plandeviernesnoche
  • 4 nov 2016
  • 4 Min. de lectura

Un individuo emplea, aproximadamente, 14.000 palabras al día para comunicarse con otros individuos a través del diálogo, el discurso u otras formas de expresión oral y escrita con la finalidad de influir en el pensamiento del receptor, normalmente con éxito. Es innegable entonces el poder que ha tenido el discurso a lo largo de la historia, de hecho, incluso podríamos decir que ha sido el principal guía de toda acción humana.


Por ello, nos queremos plantear qué es eso que tiene la palabra, el discurso y el lenguaje que puede trascender y transvalorar cualquier orden establecido.


Según Platón la idea de la palabra es de suma importancia ya que es la fuente primordial de conocimiento y comunicación que induce a la memoria, a captar las ideas que son auténticas. Éstas, equivalen a una expresión verbal de un concepto o idea, que trata de definir al ser o la realidad que nos rodea y comprender nuestro entorno. Así, gracias a la palabra y el lenguaje podemos transmitir ese conocimiento de unos a otros dando lugar al diálogo y al discurso.


El discurso tiene su origen en la teología clásica y tradicional mágico-religiosa, basada en el mito, la creencia o superstición con el objetivo de imponer una moral o un modo de conducta en una población que no ha desarrollado todavía el pensamiento crítico, en parte, por el poco dominio del lenguaje. Más tarde, ya en la antigua Grecia, los sofistas adaptan este discurso para basarlo en la opinión subjetiva y los prejuicios, entre otros, con la finalidad de influir en las decisiones políticas de la ciudad. No obstante, en la corta pero intensa cronología de la Grecia clásica, la búsqueda de la verdad eleva el discurso al terreno de la filosofía de la mano de Sócrates, Platón y, sobretodo, de Aristóteles.


Ahora bien, qué es lo que tiene el lenguaje que permite influir en el ser para, a través de la oposición o agregación de discursos, ser capaz de modular hasta la más fuerte de las convicciones.


Para tratar de comprenderlo, es inevitable empezar por analizar el poder de este en el ser humano desde una perspectiva psicológica. La mayor parte de la psique humana se modula a través de las palabras, de hecho ¡pensamos con palabras!, y es que el lenguaje es nuestra principal fuente de conocimiento, incluso cuando nos imaginamos imágenes o sonidos terminamos por describirlos con palabras. A todo esto, se le suma que el lenguaje no deja de ser una estructura, y partiendo de la teoría de que la cognición no depende de los elementos existentes en la estructura sino de la relación entre ellos, podemos decir que el cambio de una palabra puede modificar la estructura total del conocimiento, y así nuestras ideas o juicios.


Pongamos como ejemplo lo que Kanheman, Premio Nobel de Economía, denomina efecto halo: ¿Qué piensan ustedes de Alan y Ben?

Alan: inteligente, diligente, impulsivo, crítico, testarudo, envidioso.

Ben: envidioso, testarudo, crítico, impulsivo, diligente, inteligente.

La mayoría de las personas ven a Alan mucho más favorecido que a Ben; los rasgos iniciales de la lista cambian el verdadero significado de los rasgos que vienen después, por lo tanto, la estructura que forman las palabras adquiere también un significado más allá del significado de estas.

A partir de aquí es donde nuestra hipótesis acerca el poder de las palabras sobre la acción humana toma especial relevancia: es debido a la capacidad de modular, penetrar y transformar la mente humana de donde la palabra y el discurso adquiere poder.

Desde una perspectiva dialéctica, podríamos decir que nuestra cabeza es un constante diálogo. Éste diálogo surge porque al desarrollar una idea con profundidad siempre acabamos encontrando puntos que se contradicen entre sí, y es a través de la constante interacción entre la tesis y la antítesis que los diferentes elementos terminan conciliándose en la síntesis. Es esta constante recapacitación entre las dos partes dialogantes las que generan las ideas y el conocimiento y posibilitando así el avance. Este suceso es claramente extrapolable a la relación entre individuos, Nietzsche lo expresa de forma clara en Más allá del bien y del mal: “En el curso de una conversación animada yo veo a menudo ante mí, de un modo tan claro y preciso el rostro de la persona con quien hablo, según el pensamiento que ella expresa, o que yo creo haber suscitado en ella, que ese grado de claridad supera con mucho la fuerza de mi capacidad visual”.


A partir de esta extrapolación, de lo mental a lo interpersonal, y analizando la historia desde una perspectiva general, donde el emisor y el receptor ya no son la misma persona sino diferentes agentes que configuran una sociedad enfrentada en una batalla discursiva constante, es el propio lenguaje el que puede confundir y difuminar la idea que se pretende transmitir.


Es por eso que se precisa de la interpretación, de la habilidad de descifrar los diversos símbolos y metáforas expresadas por el hablante, y el receptor se convierte en el elemento que construye la historia, siendo así su interpretación clave en el proceso.


Porque detrás de cada acción hay una palabra y un discurso interpretable que la justifican, aunque a veces, no nos demos cuenta.


 
 
 

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